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sábado, 4 de febrero de 2017

El pintor artista

A Tybe, que no fue.
Y, no existiendo, al final, me develó el amor.


Liberaba al genio. Su mano pensaba, su muñeca  ordenaba, sus dedos obedecían. Su mente concebía, se inspiraba, nada se escapaba, las oportunidades se agotaban, su arte le daba existencia y daba vida en sus bocetos. Sus trazos finos y gruesos, entrega total, con énfasis, sin límite, no había medida. Negaba retratos, prefería paisajes y escenas, transmitía mensajes, lenguaje maravilloso, era narrativa en tela. Tenía su estilo y libertad absoluta. Sus obras eran nobles, llenas de sensibilidad, emotivas, intensas. Activaba su corazón y, de él, surgía savia.  Poseía un privilegio: el génesis del talento.

Miles de figuras, en amarillos, naranjas, rojos, verdes, azules, ocres y titanios; pero, al final, siempre, el negro se apetecía en esa maraña de colores, lo oscuro indicaba el objetivo principal. Bailaban las cerdas suaves, duras, finas; pinceles redondos y planos, cantaban en armonía, creaban una fiesta. Tantas figuras, de su imaginación manaban; tantas posturas con bellas sonrisas, urgían. Sus creaciones denotaban la alegría de vivir, sus personajes se divertían, había dulzura y recreaba ternura. Obras singulares. Sin falacia, en ocasiones, hasta irracional. No había ningún influjo, su técnica era propia, vibrante, ingenua, pura

Entre lienzo y lienzo, se le fue la vida, el amor, la salud y la melancolía. Era imperante, fantasías y espectros le avivan, no había salida. Era infatigable.  Y, así, la vida, se acumularon las hojas, los lienzos; siempre cumplieron su objetivo, subsistir, crear, amaba esa realidad. No copiaba estilos, tenía el propio; enlazaba, a su antojo, mezclaba, desde el mito, el modernismo e impresionismo; dominaba todos los temas, le obedecían con vitalidad y voluntad propia.

Como agua en sus dedos, se escurrieron los tiempos, por más que ansiaba atraparles, desaparecieron. Aunque las estaciones, a velocidad, sin disfrutarse, transitaron, ya no les veía, no contemplaba sus tonalidades frescas; los festejos de cada temporada, se negaban, escapaban, se consumía.  En esa entrega, llena de pasión, se le extinguía el dinamismo.

En un descuido, frente al espejo, esa imagen no correspondía, ¿dónde estaban los cabellos negros?, esos plateados lastimaron sus ojos; ¿dónde quedó la lozanía?, esos pliegues también estaban en su corazón.  En un suspiro, en un parpadeo, sin siquiera voltear atrás, la imagen del espejo, ya no era, era otra, no le conocía, era confusa; ¿quién había plasmado ese lienzo?, ¿quién usó colores opacos, negrura?, faltaba luz, vigor; ese extraño le veía a los ojos, copiaba sus gestos; espejo mentiroso, desleal, envidioso.

Se envolvía en pigmentos, inventaba; entre luces y sombras, postergó el amor; mientras su alma creaba escarcha. Hoy, eso es añejo, su mano pensante se frunce ante  la paleta con olor a trementina, su pincelada no es firme, ahora, es temblorosa; cuando empuña el pincel, no responde a su caricia; su delantal salpicado de arcoiris, aceite de linaza, deshilachado, le queda más holgado;  en sus dedos, ahora torpes, ya no se filtran los años, ahora son los lienzos, se desmoronan, en medio de polvo que irrita ojos y garganta; tose el alma.

Ese desvanecerse advierte el final, como en antaño, lo hacía el negro. El color negro, que sólo es la ausencia de color, era su preferido. Y en esa ausencia, en aislamiento, lo oscuro se hizo presente. Y en ese negro, vivió en colores de alegría. Para el amor no hubo cabida, en soledad, sus ninfas le revoloteaban en su fantasía; entendía el engaño, más aún, esa falsedad le rebosaba el corazón. En agonía,  su pasión creativa no se desvanecía. Sus cuadros adoptaban su energía, emitían su vigor, en cada cuadro, él, el pintor artista, se encontraba, coexistía.

Hizo las paces con el espejo, pues, esa reproducción, era una gran composición, era el triunfo  de su carrera, una fantástica obra de arte, la más bella y hermosa; la más clara plasticidad, lo estético, leal, serena. Ese fruto rebosante, en el espejo, era la manifestación de haberse consagrado a su  disciplina, de haber cedido a la seducción de su ingenio, ya que esa  imagen, la del espejo, digna de arrobamiento, era la ausencia de su existencia y la ofrenda a su oficio; revelaba un desenlace franco. El aquí y el ahora se habían difuminado. Era el migma de arte y vida que, él, el pintor artista, escribió. Era su frenesí, su sueño. Esa reproducción, la del espejo, era la vida, sólo qué, está vez: se fusionaba con la muerte.





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