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sábado, 11 de febrero de 2017

Cerezas inocentes

Tornábase roja el agua cristalina, tinta de sangre, ahí en la fuente seguía succionando el pecho abierto, ya sin corazón, de la hermosa ave de lindo plumaje; su boca llena de sangre, sus ropas salpicadas de cerezas inocentes, sus manos se aferraban al cuerpo con tal fuerza y demencia que, parecía querer exprimirle hasta la última gota del líquido vital al bello cuerpo suelto.  Como un hilacho, colgando en sus manos con las plumas vencidas; mientras, deleitándose, él no retiraba el rostro del cuerpecito inerte, ya no se defendía, ya no aleteaba, ya no emitía trinos de alarma y desesperación; su cabecita colgada de lado y su mechoncito rojo en su cabecilla, cual penacho azteca, daba investidura a ese singular ejemplar de ave.

Saciado de esa ofrenda, de ese tierno corazón, de ese vino de plasma, depositó a la hermosa ave de lindo plumaje en la fuente; él, aún temblaba, como al inicio de esa imprudencia, contemplaba a su víctima, sonreía complacido y burlón, diciendo: ¡El qué confía, pierde!,  ¡Vuela!, ¡Canta!, ¡Hazme feliz!, ¡Vete y vuelve!, ¡Pósate en mi mano, ingenua!, ¡Come de mi palma, tonta!, ¡Mírame con cariño!, ¡Y...!; escurrían lágrimas de sus ojos, aullaba y reía, levantaba las manos y giraba sobre sí.

Sereno, sentado en el pasto, fumaba, ese fulgor, intenso ocasionalmente, iluminaba ligeramente el pedestal blanco de la fuente, dos cerezas inocentes colgaban adheridas a ese blanco, no lograba ver a su hermosa ave de lindo plumaje, no desde esa posición, las sombras de esa noche sin luna le ocultaban su fechoría. De vez en vez, sonreía y entrecerraba los ojos, se complacía con su crueldad, con su holocausto. Ya nadie más disfrutaría de la belleza de su vuelo, de las dulces sonatas largas y complejas, de las miradas de ese magnífico ejemplar; jamás sería señalada por otros al descubrir  sus tonalidades vivas e intensas; nunca compartiría a esa ave, con nadie más; viviría en él, para él, sólo él.

Toda su atención estaba en los pajarillos huérfanos,  sin plumas, vibraban de algarabía, los alimentaba con lombrices e insectos, había observado detenidamente cómo lo hacía la hermosa ave de lindo plumaje, la imitaba; prodigaba todos los cuidados a esos polluelos, eran sensitivos, imitaba el canto de su madre cuando estaba con ellos, silbaba con ternura y lograba copiar la calidad orquestal del trino materno, lograba calmarlos y ganaba su confianza.  Transmitía su dialecto, los pajarillos aprendían de ese canto experimental, aprendían de ese canto humano, de ese cambio de madre-padre; en pocos días, los pajarillos emitían su versión de notas, en poco tiempo pulían sus notas y las hacían más complejas.

Los colocaba con toda la ternura posible en la fuente, el templo de sacrificio de su madre, en agua transparente daban brinquitos y se salpicaban entre sí, ocasionalmente, uno de ellos le miraba de manera profunda, al grado de incomodarlo, de atormentarlo y causarle agitación nerviosa, cuestionándose: ¿Sabrá lo que hice?, ¿Por qué es tan intensa su mirada, me acusa?

Heredaron el lindo plumaje y menchoncito rojo de su madre, habían tomado forma y tamaño sus alas; tenían una capacidad cognitiva elevada, tenían la capacidad de aprender y la capacidad de comunicación, lo cual llenaba de orgullo a su padre adoptivo, les enseñaba trucos y los pajarillos los desarrollaban con destreza.  Un día soleado, después de alimentar a sus pajarillos, los llevó en hombros y manos a la fuente, sabía que disfrutaban el baño; cuando terminaba de colocar al último de ellos en el agua, en medio de trinos de felicidad, uno de los pajarillos intentó volar, una mano firme y cruel lo sujeto con dureza, era el pajarillos que, ocasionalmente, lo miraba con intensidad, los demás pajaritos apagaron su canto, confundidos, miraban  fijamente esos ojos duros, entrecerrados, moviendo sus cabecitas de un lado a otro, no apartaban sus ojitos de ese rostro de piedra.

Enjaulados, en un rincón, con notas tristes y débiles, contemplaban el cuerpo inerte de su hermano con sus alas mudas, su cabecita y mechón húmedos de rubí, lo había dejado junto a ellos, encerrado con ellos, era una advertencia, había cerezas inocentes regadas en la jaula, algunas, eran tantas que, habían formado un charco, el pecho de esa cándida y extraordinaria ave yacía abierto, sin corazón.  Su sonrisa fumaba, la boquilla del cigarro estaba manchada de rojo, esta vez, sin lágrimas, eso era debilidad.  Eran suyos, no deleitaría a nadie más con esas hermosas aves de lindo plumaje, tenía el poder absoluto, vivirían a su antojo, le obedecerían o sabían las consecuencias, eran inteligentes, ya les había revelado su poder, su superioridad, se proclamaba a sí mismo como dios,  ¡Era su dios!



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