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lunes, 27 de febrero de 2017

Bygal

Tatuaje de amor.
Grabado de odio.

 El amor materno marcaba su cuerpo casi todos los días, esta mañana, Gabriela, su madre, explotó sin motivo, cuando planchaba su blusa blanca para irse a trabajar;  Bygal desayunaba, sentada, distraída, algo caliente le estalló en la cabeza. Mojada de sangre del lado izquierdo de su cabeza, sus rizos empapados con el goteo de sus ojos y de su herida.

Su justificante médico lo entregó en la dirección de la escuela;  su ausencia de  días tenía molesto al profesor; Bygal se presentó sin uniforme escolar, llevaba falda corta y zapatillas. Ignoró a todos, sólo dirigió su mirada a su amiga Bibi, esa pequeña niña, tenía algo que le lograba sacar sonrisas, la hacía sentir cómoda, con menos años, pequeña otra vez. Bibi  escuchaba pacientemente sus confesiones familiares y reclamos a la vida; Bibi le sonreía, eran  amigas, las mejores.

Gabriela no lograba controlar sus ataques de furia, abandonada por el padre de Bygal, descargaba su cólera en su hija desde que era muy pequeña.  En repetidas ocasiones se tuvo que mudar de domicilio, los vecinos amenazaban con denunciar el maltrato a esa niña hermosa.  Bygal había heredado la belleza de su madre, el lenguaje obsceno y la mirada de lobo de esa violenta dama.

En el recreo, Bygal, Bibi y sus hermanas   compartían su almuerzo, sus apuntes escolares y travesuras.  Bygal siempre requería de ayuda escolar, eran tan difícil captar las materias en labios de los profesores; Bibi, con paciencia, le mostraba, a manera de juego y entre risas, lo que ella comprendía. Bygal tenía 14 años, Bibi 10.  Al salir de clases, botaban las mochilas en el pasto y corrían con alboroto a brincar en el arroyuelo, todas las niñas terminaban húmedas de los zapatos y con grandes risotadas caminaban en el bosque, subían esa interminable escalinata empinada, con vegetación y florecillas a los lados; corriendo, tropezando, cayendo, en medio de risas y más bromas entre ellas.

Después de varios días de ausencia de Bygal, se presentó su madre, Gabriela, le suplicó al profesor que no la diera de baja escolar, era una vergüenza para ella que su hija continuara en ese grado; reportó a su hija como enferma, tardaría unas semanas en presentarse a clases.  El profesor le indicó a Bibi le llevara los apuntes y tareas a Bygal, debía mantenerse al día con las clases, o la reprobaría.

Bygal jamás mencionó lo que había sucedido en esta ocasión. Bibi le entregaba las tareas y le ayudaba, como siempre, a resolverlas.  Rápidamente, Bygal se recuperó, había adquirido el gusto de comer carne cruda, se lo confesó a Bibi, también le confesó que tenía novio, si su madre se enteraba, la mataba.

Bygal buscaba con frecuencia a Bibi en su casa, sentadas en una roca grande que estaba en el patio de Bibi, hacían planes, conversaban de lo que querían ser de grandes, contaban chistes, reían sin parar hasta las lágrimas, las ocurrencias de Bibi eran interminables. En ocasiones, Bygal, triste, llorando, le narraba a Bibi todas las crueldades de su mamá, los maltratos físicos, sus heridas y cicatrices en brazos, piernas, torso, cuellos, cabeza, hablaban de ello; la herida que más impresionaba a Bibi era la de la cabeza de Bygal, ahí le había arrojado la plancha caliente, como resultado de este golpe, tenía una herida grande y le faltaban rizos; Bibi respiraba profundamente antes de verla, le daba el reporte a su amiga de la evolución de esa "enorme rajada".  Bibi había sido testigo de la evolución del ciempiés, así había bautizado a esa larga herida.

A unas semanas de concluir el grado escolar, Bygal casi no asistía a la escuela; esta vez, se iba de pinta con su novio.  Buscaba a Bibi y le pedía los apuntes, la cuestionaba acerca de los comentarios del profesor hacia ella. Días después, el profesor le indicó a Bibi le diera una mala noticia a Bygal, las dos niñas estaban asustadas, Bygal lloraba sin parar, sabía que, Gabriela, su madre, al enterarse que estaba expulsada de la escuela,  la golpearía sin piedad.  Bygal huyó de su casa. La tristeza y preocupación de Bibi por su amiga no le abandonaría en años.

Bibi caminaba, tenía que pasar frente a una cantina, era de día, en la acera estaban varios borrachos sentados, abrazaban a unas mujeres, una de ellas se puso de pie, a punto de caer, se abalanzó hacia Bibi, traía a un hermoso bebé, con escaso cabello rubio, de ojos claros,  una boquita como botón de rosa, sucio, con un suéter que fungía como pañal y una camiseta manchada, alguna vez fue blanca, ahora era amarillenta;  sostenía al bebé con una mano, fuertemente y en la otra mano sujetaba un vaso con  bebida, de sus labios sonrientes colgaba un cigarrillo, le impedía el paso a Bibi, movió su cabeza hacia el lado izquierdo y dejó al descubierto el ciempiés, ¡era el ciempiés de Bygal!, volvió a mover su cabeza y miró fijamente a Bibi, la recorrió lentamente con la mirada, habló, arrastraba un poco la voz: "¿Cómo estás pequeña?", "¡Bueno, ya no estás tan pequeña!", "¡Me gusta tu vestido rojo!, ¿me lo regalas?", "¿Cómo puedes caminar con esas zapatillas?", cuando decía esto, el cigarrillo cayó de sus labios al piso, lo cual aprovechó otra de las mujeres y, a gatas, se acercó a recogerlo, acto seguido, llevó la colilla a sus labios.  Bibi le acarició su cabeza, donde estaba el ciempiés, las lágrimas lavaban su maquillaje. Dos de los hombres tomaron a Bygal de sus ropas y la jalonearon; entre risas desdentadas y maldiciones, oliendo terriblemente, se la arrebataron de las manos,  la introdujeron a la cantina, con todo y bebé; Bygal alcanzó a gritar, ebria: "¡Vete, pequeña!, ¡Vete!".

El llanto le acompañaría por meses interminables, nunca olvidaría esos rizos apagados, esos ojos rojos, cortantes, ese angelito sucio, pero de gran belleza, heredó la belleza de su madre y su abuela. Cada vez que pasaba frente a la cantina, Bibi deseaba encontrar a Bygal, deseaba ayudarla, deseaba abrazar a ese querubín, por mucho tiempo siguió buscándola. Algunas veces, se atrevió a preguntar por Bygal a las otras mujeres, nadie la conocía, no sabían dónde vivía. Sin embargo,  existía la esperanza de ver el ciempiés en alguna de las cabezas de las mujeres que se sentaban a tomar el sol en la acera, frente a la cantina, quizás, algún día...




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