En el ataúd metálico, envuelto en una sábana percudida, me veo calvo, sin cejas, pálido y un rictus de dolor enmarca mi rostro, no aparto los ojos de mi cuerpo, en la única recámara, rodeado por un ropero, una cama y botes cubiertos con unas mantas, se encuentra mi féretro; sólo hay cupo para tres o cuatro personas, los cuatro cirios humean ya las mantas. Cocinan papas, es el menú para después del sepelio, mi hermana, Sela, lloriquea y se quejaba de cuánto ha gastado en mi enfermedad, ¡el cáncer sale caro!, ¡cuánto ha sufrido con su hermano!, dice en voz alta, su voz se alza cada vez que llegaba algún pariente, mencionando la misma cantaleta; en el pequeño patio, mis tres hijas me acompañan, veo tristeza, inconformidad, pena y coraje, una de ellas llegó con su familia, su esposo y sus dos hijos, son tan pequeños, mis nietos, les rodeo con el afán de abrazarles y no lo logro; grito, murmuro y no me escuchan, ¡tanto qué decirles!, ¡perdónenme!, deben odiarme y les entiendo.
Corríamos tras la pelota, un grupo de chiquillos bulliciosos acallaban el parloteo de los pájaros que anidaban en los frondosos árboles sobre la carretera en Tlalpan, ningún auto transita, tardan mucho en pasar los autos hacia Cuernavaca, después del partido, emprendemos la loca carrera hacia las Fuentes Brotantes y nos metemos en el riachuelo a bañarnos, agua cristalina, fría, bebemos hasta saciarnos, nos tiramos en el pasto a secarnos, a descansar, con cara al sol, planeo ser chofer, como padre.
Madre, llora, es golpeada por mi padre, él se marcha de la casa con su ropa, tiene una nueva mujer, más joven, más mujer, dice padre, limpio y fresco soy abofeteado por padre, ¡crece!, ¡te toca ser el hombre de la casa!, me empuja contra la pared y sale enfurecido, sube a su camioneta y sale de nuestras vidas, para siempre.
Mi madre les lava ropa a los vecinos, mi hermana mayor consigue un empleo mal pagado y yo hago mandados a los vecinos, los pocos centavos que consigo se los entrego a madre, ella me mira con enojo y repite: ¡por qué no lo detuviste!, toma mis monedas y su llanto es eterno.
Madre se enferma, no contamos con dinero para atenderla, busco a padre y él me niega la ayuda. Construyó una bella cabaña con chimenea para su nueva familia, mis medios hermanos me miran con recelo, los miro con odio, su mujer me mira con desprecio, jamás me permite pasar de la puerta, admiro los sembradíos inmensos, sus caballos y el gran árbol que está junto a su cabaña, una llanta cuelga de una de sus gruesas ramas, es el columpio de mis sueños, padre jamás me ofrece usarlo, ¡cómo quisiera columpiarme en él!
Soy su primogénito, su heredero, debía ser su orgullo y me ha desplazado por sus otros hijos, ellos son morenos, ¡negros!, ¡cómo los odio! Padre cambió su testamento, sus propiedades son para sus nuevos hijos, nos han despojado a madre y mis hermanos, mi odio se acrecienta cada día más. No tenemos a donde ir, con lo poco que logramos reunir entre madre, mi hermana mayor y mis centavos, pagamos una renta y mal comemos.
Encandilé a una boba, con una promesa fue suficiente, gané su confianza, la tonta se resistió pero la forcé, la apoyé en ese árbol de Fuentes Brotantes y con sólo esa vez quedó embarazada. Me hice ojo de hormiga, sus hermanos me buscan, son capaces de matarme. Rodeado de botellas narro mi hazaña a mis amiguetes, me vanaglorio de mi canallada y de mi futuro vástago. Fue una niña, ¡maldición!, si hubiera sido varón, se lo quito. Jamás volví a verla.
La fiesta estaba en su apogeo, a ritmo de rock and roll bailaba y bailaba la chica de crepe y ojos rasgados, no le perdía de vista, su falda se levantaba ligeramente en cada giro al compás de la música, esa noche salimos de la fiesta siendo novios, tomados de la mano. A la semana de cortejarla la violenté, nació una niña, otra niña, y entre varias niñas nació el deseado varón. A Lourdes nunca la dejaría, era mía. La maltraté todo lo que me daba la gana, sólo cumplía su función de hembra y la abandonaba por nueve o diez meses, la llené de hijos y de necesidades; fui tan irresponsable con esos seres inocentes y ahora están aquí, acompañando a este ser miserable, despreciable, no me lo merezco, no merezco ni una lágrima de mis hijas.
Cáncer en el estómago, sólo algunos familiares estuvieron en esa penosa enfermedad, todos mis amigos desaparecieron y cuando llegaba a toparme con ellos, fingían no verme, nunca les hubiera pedido nada, nunca les cobraría los préstamos con los que siempre me urgieron, en especial cuando llevaba varias copas encima. Infinidad de veces les apoyé en sus enfermedades, en su alcoholismo, en las necesidades de su familia, me enternecían tanto y sólo deseaba ayudarles; hubo un amigo que siempre me decía: Binas, ¡No seas cabrón, deja de hacerte pendejo y mejor ayuda a tu familia, tus hijos te necesitan!, ¡Estos abusivos viciosos, hijos de la chingada sólo se aprovechan de ti!; también lo odié, dejé de hablarle, dejé de invitarle copas, dejó de ser mi amigo.
Lloraba en mi cama de hospital, añoraba tener a algunos de mis hijos en ese instante, añoraba en pedirles perdón, a Lourdes ya no podía perdirle nada, había muerto, ni siquiera pude asistir a su funeral, su familia me lo impidió, desde lejos, escondido entre las tumbas le lloré, musité mil veces que me perdonara, ella nunca me escuchó, ya no; aún así, no busqué a mis hijos, mi vicio me confortaba, algunas mujeres también lo hacían, siempre y cuando tuviera billetes en la mano. Fui feliz a mi modo, trataba de convencerme de ello, siempre, en realidad me mentía, el sol no era luz ni calor para mí; la noche no era de descanso, era de pesadilla, de soledad, de odio hacia el monstruo en que me había convertido. ¡Te odio padre!, mi viejo al que siempre quise tener entre mis brazos, ya había muerto, al igual que mi madre; la soledad es tan dura, me fustiga el alma, nunca tendré suficiente para pagar todo lo que debo, si hay infierno, ahí estaré perpetuamente.
En cada palada de tierra sobre mi ataúd volteo a ver a mis hijas y lloran por este mal padre, mi pequeña nieta llora por un abuelo al que nunca abrazó; mis familiares no dejan de mirarles, no dejan de agradecerles el que estén despidiendo a Binas, el borracho, el maldito, el hermano, el primo, el sobrino, el hijo de la chingada que soy. Mi condenación fue eterna, no fue con este pinche cáncer, no fue con la oscura soledad; fue con la ausencia de la mujer que creyó amarme, fue con la ausencia de mis hijos, de sus primeras palabras, con los desvelos en cada fiebre que padecieron; nunca les negué nada a ellos, me lo negué a mi mismo; el daño que les hice me fue devuelto con creces, porque me lo hice yo mismo; ¿tanto me odié? La palabra perdón no existe para este ser desgraciado. La palabra perdón no remedia nada, pero la repetiré donde yacen los muertos, será mi cadena ardiente. Mi epitafio debería decir: "Y, si hay un dios, ¡Yo, Binas, soy su abominación!".
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