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domingo, 17 de diciembre de 2017

Deseando a la Sirena (Capítulo V)

Ví lo que hacía conmigo, abrazaba sin piedad al marinero, hombre joven y corpulento, yacía desnudo entre sus garras y su cuerpo, tenía un gran lunar cerca del ojo izquierdo, ella bebía de su cuello, de sus dedos, de sus muslos, él sonreía extasiado, elevaba su cuerpo hacia ella, todo, sin excepción, se lo entregaba; la bella Sirena hechizaba con su canto arrullante, embriagador, alrededor, las damas y los demás varones, estaban en una especie de sueño, de trance, trataban de tocarla, como si se tratara de un espejismo, no lo lograban, yo, entre ellos, deseando estar en el lugar del marinero, creo que lo odié, contemplé furiosos como se acunaba en esos pechos, bebiendo de ellos, ¡cuánto gozo!, ¡era exquisito!, bien que lo sabía.

El mar despiadado y revuelto, tormentoso, azotaba sin piedad ese saliente de rocas, parecía una isla rocosa en miniatura, todos se aseguraban en cada roca disponible, los marineros más fuertes se habían amarrado a la roca más alta, eran tres, eran casi una docena de personas, entre ellos, una pequeña y otro chico, adolescente; con todo y mi debilidad, me apoyé entre una roca no tan alta como las otras y la barca en la cual había sido rescatado; algunos de los marineros logró tomarme de los jirones de mi ropa y otro más me tomó de un mechón de mis cabellos, justo cuando luchaba  por salir a flote en ese mar pavoroso, así es como no sucumbí ese día;  después, la barca chocó con las rocas salientes y al ser perforada, todos saltaron hacia las rocas, a merced del viento cruel, de morir ahogados, en caso de subir el nivel del mar y... de ella.

Esta vez, fue el turno del chico, envolvía al adolescente hasta con la maraña de su cabello azul; en frenesí, el chico abría los brazos, los dedos y se desintegraba en sus besos mortales, gimiendo, la bella Sirena se enroscaba cual serpiente, ¡cómo lo disfrutó!, ¡cómo lo disfrutaron!, esa vez, su coral de boca bebió hasta en los más íntimos secretos del chico, lo poseyó a su antojo, una, dos, muchas más; le permitió vivir, fue de ella durante días; el joven sólo vivía para entregarse a la Sirena, miraba el inmenso mar con desesperación, anhelando verla emerger, al igual que yo, lo que daría por un beso de ella, sólo uno más.

Después de regocijarse con el novato, después de llevárselo, volvió por los más fuertes, uno a uno fueron desapareciendo, en el remolino de su melodía celestial y con sólo una mirada de ella, se colgaban de su busto estrellado y los consumía ante las miradas encendidas de todo el que quisiera ver, cómo no hacerlo, era tan bello ese tormento, esa ofrenda; no había quien no estuviera dispuesto o dispuesta a renunciar a sí mismo, en esa piel de manto estrellado.  Deseaba beber las estrellas de sus pezones pequeños, ¡cuánta sed!

Ni una mirada se había dignado dirigirme, cuántos besos, mimos, mordidas hacia todos ellos, qué delicadeza en esas notas perfectas que enajenaban hasta el borde de la locura, de la muerte misma; ¿dementes?, sí, cuando eligió a la pequeña, su propia madre se la entregó.

De los lobos de mar, no quedó nada; del oficial tan gallardo, su espada, una cuerda y algunos mendrugos de pan rancio, húmedo, los cuales compartíamos en medio de un silencio rociado de sal.  Un viejo y una mujer eran lo último para seleccionar, yo, no contaba. Su aroma la delataba, era tan intenso y corrompido, no siempre llegaba con su canto al viento, lo hacía sigilosa, maquinando no sé qué, contemplando a su humano, carne, eso, sólo carne.  Una mirada de soslayo hacia mí y me incorporé de inmediato, decepción, iba por el anciano, el viejo de ojos azules ya la esperaba desnudo, tomó su mano y, suavemente, se perdió en el oscuro mar.  Esa noche, la mujer, la última, me abrazó y sollozó suave, ambos lo hicimos, al día siguiente volvería esa belleza cruel, ardiente y hechicera.  Nuestra fortuna estaba escrita.


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