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sábado, 30 de septiembre de 2017

El busto de la Sirena (Capítulo III)

Mi lengua buscaba inquieta entre los poros de la roca, mi sed era terrible, me sentía en confusión, aún así, mis brazos seguían alrededor de esa roca, como si fuera un ser humano, mi héroe; en realidad, era mi salvación.  Empecé a llorar, moriría de sed, en medio de tanta agua salada, ¿qué estaba pagando? Lloré suave, no quería deshidratarme más, imaginaba morir acartonado, como esas momias egipcias, las había visto en fotos, las fotos de Quirino, el antropólogo; ahora que lo pienso, ¿qué opinaría Quirino de la Sirena?, seguramente dudaría de mi sensatez, de hecho, yo dudaba de ella, ¡qué locura la mía!

¿Invocada?, ¡nunca!, era una traición de mi mente, las Sirenas no existen, entonces, ¿qué hace ella aquí?, lo confieso: sentí alegría, en esta inmensa soledad, lo juro, inmensa hasta no ver ni el sol, ni la luna; tomó mi débil cuerpo y me resistí, lo juro, ¡cuantos juramentos!; ya me había soltado de mi salvación, la roca y mis manos la empujaban, no quería tan cerca ese aliento.  El sol brillaba intensamente sobre sus pechos perfectos, sus pezones eran pequeños y brillantes, brillaban sus senos, su cuello, parecía que estaba plagado de diminutas estrellas, no podía dejar de verla; ahora que estoy a punto de morir de sed y de hambre podría soportar ese olor pestilente de su cuerpo.  Le sonreí, bueno, lo intenté, me sentí con más arrugas en mi rostro, ¿los años?, ¿la sal?; me arrepentí de doblegarme ante ella.

Ví su lengua entre sus labios, cuando se acercó a besarme, cerró los ojos, sentí asco, pero me contuve, metió su lengua en mi boca, al mismo tiempo que me besaba, besaba como un humano, yo le veía, nunca cerré los ojos, aunque hice bizcos, me dieron risa sus gestos, era tan cómica, parecía que quería comerme, también logré contenerme de no estallar en risas; tenía sus manos en mi cuerpo, debajo de mi ropa desgarrada, me acariciaba la espalda, atrayéndome hacia ella, con suavidad.  Dejé de sentir asco por lo salado de su boca y su asqueroso aliento; su saliva era más viscosa que la mía y tragué un poco de ella; en un grado de excitación perturbadora, me desprendí de ella, sus caricias no tenían fronteras, ¿en verdad, he enloquecido?; miré hacia su negado sexo, sólo colgaban escamas grandes, rasposas y gruesas, en este punto deseaba preguntarle cómo es que tenían sexo entre su especie; jamás habíamos conversado, ¿cómo me comunicaría con ella?, volvió a besarme, haciéndome tragar su saliva salada y maloliente, acariciaba mi rostro con el suyo, mi cuerpo con su busto y su parte de pez, se enroscaba en mí y jadeaba; traté de negarme, fue imposible, me abandonaba en ese cuerpo; tenía hambre de otro tipo, ¡qué osadía!, ¡qué binomio imperfecto!

Volvió a perderse entre una ligera espuma, llevaba enmarañado su cabello, como el mío. Creo que la asusté cuando grité, ¡no!, corrijo, vociferé: ¡basta!, ¡vete!, la ahuyenté como se ahuyenta a un minino, aventándola para alejarla de mi cuerpo, de mi vida, de mi roca; sonrió dulcemente, también lo hicieron sus ojillos, su mirada, ya no me estremecieron de miedo, como al principio. ¡Qué extraño!, no tengo sed, ni la boca seca, me siento mejor.  Contemplando las estrellas, abrazando mi roca, pensaba en su busto estrellado, parecían diamantes incrustados en sus pezones pequeños, cuánto fulgor en esos senos, dormí sin sed, lo aseguro.

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