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martes, 20 de octubre de 2020

Los muertos de la Sirena (Capítulo XVIII)

Rompían las olas mi alma triste, la roca mitigaba el enojo del mar, su dureza se imponía tratando de protegerme, una melodía tétrica ambientaba la oscura soledad, era el chasquido salado que amenazaba con devorarme y los silbidos chorreantes de los 66 laberintos aumentaban furiosamente sus tonadas, al grado de parecer bocanadas rugientes cada vez que castigaban mi cuerpo polvoriento.  Las sombras de esta oscuridad tenebrosa palpitaban alocadamente, aprisionando mis huesos, cerré mis ojos suavemente y tomé el sendero de las olas y su olor a sal pero, una gran ola me hizo trastabillar y me negó el camino del cordero sobre el agua, fui levantado entre su cadenciosa música y su beso asesino, incrédulo, me vi dentro de el baúl café tabaco, el más grande, mi caída fue amortiguada por las prendas que ahí guardaba para mantenerlas secas, prendas que fungen de lecho en este frío que arremete hasta contra el abrazo de mi azarosa roca; incliné el baúl para que fluyera el agua marina y varias prendas se escurrieron de mis dedos, ni siquiera intenté aprisionarlas en mi puño, me quedé recostado dentro del baúl, resignado al azote de las olas, en quietud, evoqué a aquel hombre regordete y enamorado de esos ojos color miel y de la promesa de sus labios y de la delicadeza de su dorado cabello, Tanian, mi amada que lloró ante mi partida; mi familia, amigos y enemigos y cualquiera que miré; aprisioné mi anillo, como tantas otras veces, recorrí mi escudo con mi mente, este anillo es el último eslabón de mi cordura y de mi humanidad; dudando, volví a hacer otro nudo sobre mi anillo, mi camisa,  hecha jirones, atesoraba la joya, un cristo en un rosario tejido que amenazaba con desintegrarse al roce de una espuma salada.  Detallé hechos olvidados y me reogocijé de la viveza tan cristalina de mi vida,  desenterré emociones y lloré por lo que quizá nunca sería, por lo poco y por lo mucho que dejé al perseguir un sueño, sin imaginarme  esta pesadilla, eso es, esto es un sueño alucinante, sin soltar mi anillo, me repetía, despierta, despierta Yunluan, palpé algo sedoso e imaginé estar en mi mullido lecho, sometí la tela ante mi rostro y mi pecho, varias veces, con mi incoherente, despierta, despierta, hasta que ella, la hechicera marina, se deslizó en mi empapado lecho, mejor aún, mi estrecho ataúd.

Bebo cada estrella de su pecho, la Sirena deleita con su melodía desquiciante, la he sitiado en el fondo del baúl café tabaco y ella se funde en mí, se agolpan en mi mente uno a uno los rostros de aquellos que asesinó la Sirena infame, esa niña inocente, no dejo de pensar en todos ellos, ¿se desvanecieron o viven en la morada de la Sirena?, ¿existirá un infierno más tenebroso que éste que habito?, el agua, la tierra y el cielo tienen sus propios demonios?, y esta roca le pertenece al mar, quien osa pisarla cede su alma a la ardiente Sirena, deben amarla y permitir ser consumidos por su voraz apetito, todos ellos, mis compañeros de roca, son los muertos de la Sirena y perturbado por la sangre que ha derramado ese ser malévolo, fornico desaforado, tratando de castigarnos, vuelvo a cuestionarme cómo puedo desearla y amarla.  La tenue caricia del sol da con todo en mi espalda, la Sirena me aprisiona en su cuerpo, sus ojos profundos y maliciosos cuestionan los míos; sonríe burlona, al mismo tiempo que se desliza del fondo del baúl café tabaco hacia el mar, antes de zambullirse en el azul abismal, se detiene y me lanza una mirada furtiva, la cual no se detiene hasta perderse en el horizonte infinito, noto que su cuerpo sangra, su pecho, su cuello y un brazo; en un salto gracioso, la Sirena desaparece en medio de unas olas débiles, me deja en la soledad de los muertos, sabe que estaré aquí, esperándola o hasta que decida matarme, mis manos están manchadas de su sangre y también mi camisa, la cual sólo cuelga de mi cintura, en mi cuerpo desnudo.


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