La joven anhelaba asistir a la fiesta de esa noche, miró su calzado desgastado y con tristeza volvió sus ojos al vestido rosado; en su viejo sillón, la abuela advirtió los deseos de su nieta y de una caja polvorienta sacó unas zapatillas de raso, aunque tenían muchos años, eran las zapatillas más primorosas que la jovencita había visto y con un abrazo frenético y un beso tierno, agradeció a su abuela el poder completar su atuendo de fiesta.
La chica, envuelta en su vaporoso vestido, sonriente, negaba el baile a todos los chicos apuestos que mostraban su interés en ella, así transcurrió toda la noche en la soñada fiesta, con una inquieta sonrisa, la jovencita no cumplió el deseo de ser sostenida por unos brazos tibios, al compás de la música; los algodones que había colocado en las puntas de las zapatillas se habían compactado casi al entrar al gran salón festivo, ahora, su verdadero anhelo, era poder cruzar ese enorme salón de fiesta hasta la salida sin perder un solo zapato, pues, el relleno que había colocado, ahora, era casi nada, las zapatillas de raso nunca fueron de su talla, le quedaban grandes.
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