Abrieron el vientre de la Sirena con un filoso cuchillo, con espanto vieron como entre sangre y esa baba viscosa fétida emergió el cuerpo de un bebé en posición fetal, Quirino lanzó un grito de horror, sostenía el puñal con las dos manos e intentó apuñalar al infante que dormía plácidamente, era perfecto, parecía no haber heredado nada de la Sirena, su madre, mi mirada de odio que le lancé a Quirino lo detuvo. Acuné con gran cuidado a mi hijo en mis brazos, revisé sus piernitas, sus manos, en fin, todo su cuerpo, acaricié su mejilla sonrosada, pasé mi dedo por su boquita, pequeño botón de rosa, en ese instante abrió sus ojos alargados, profundos y oscuros, prensó mi dedo entre sus horribles y afilados dientes hasta hacerlo sangrar. Desperté gritando, de no haber estado amarrado a la roca, juro que habría salido corriendo hacia el mar, en lugar de Quirino, mi amigo, estaba atada junto a mí la mujer, dormía; escudriñé con mi mirada el vasto mar, te extraño mi amada Sirena, ¡donde estás?, pensé, lo hice con tal vehemencia para que ella escuchara mis pensamientos, ¡soy un idiota!, la Sirena estará con algún o algunos náufragos apetitosos, ni siquiera existo para ella; ¡soy un perfecto idiota!
Oscuro e impenetrable, el mar embravecido azotaba nuestros cuerpos, nuestro refugio, ¿morir?, ¡no!, ¡no quiero!, ¡no queremos! Las estrellas de la Sirena las buscaba entre esas olas estruendosas; mi espíritu errante iba en pos del filo de sus caricias. En cada punta de las olas deseaba verle surgir, apuntar su coral de rosa a mis labios y perderme en ellos; no era un náufrago moribundo, era una piltrafa enamorada, listo para el sacrificio. Estaba convencido que un lazo perverso le unía a mí, pudo haberme matado en varias ocasiones, beber mi sangre hasta secarme y no lo hizo, ¿por qué?; consumió tantas almas ante mis ojos e igual lo hubiera hecho con este bobo amante, ¿qué la detiene?; la esperanza de que la Sirena me distinga entre los demás me cuestiona: ¿es amor?, ¿lástima?, o ¿indiferencia total? También lo analizo desde otra perspectiva, podríamos representar para ella el alimento que vemos nosotros en los animales; pero, de ser así, ¿por qué se excita tanto?, ¿por qué he sentido sus pezones endurecerse cuando me ha besado?, ¿por qué es tan voluptuosa como mi compañera con la que he tenido coito?, ¿por qué se entrega tan salvaje y apasionada a mi cuerpo? Necesito tantas respuestas y ella no acude a mi llamado. No aparto de mi memoria sus ojos saltones o profundos y sus labios de pez; ¿cuándo fue que me extravié en los diamantes de sus pecho?, ¿cómo fue que su pestilencia es mi aroma de vida?, es su desprecio y olvido lo que quema mi corazón; Quirino necesita abrirme el pecho y sacarme este tonto corazón, guardarlo en un recipiente antiguo y quizás así logre desprenderme el tatuaje de su presencia, de este deseo; quisiera odiarla, olvidarla y creer firmemente que nunca existió; me traiciono, ¡vivo por mi preciosa Sirena!
Esta enorme roca tiene una serie de laberintos, cuando transita el agua crea una cascada de sonidos, una exquisita melodía líquida, son 66 laberintos, ya los conté, además, ahí hemos logrado conseguir nuestro alimento, peces de diferentes tamaños, de bellos coloridos, sacian nuestro apetito, algunos quedan atrapados y los atravieso con la espada de aquel gallardo oficial, los conductos miden entre diez y veinte centímetros de ancho, algunos peces quedan tan justos en esta perforaciones que es fácil de cruzarlos con la espada o los puñales que heredamos de los marineros; algas marinas llegan ocasionalmente y la consumimos con desgano; aunque agradecemos al mar nuestros alimentos, los peces crudos ya no nos emocionan como al principio.
Respiramos, vivimos, pero, partes de la roca se nos clavan en las nalgas, nos duele la espalda y los costados, terriblemente; deambulamos en círculos para ejercitarnos, tratamos de mantener fuertes nuestras piernas; cuando el mar está en calma, intentamos patalear en sus frías aguas sin soltarnos de la roca, ninguno de los dos sabemos nadar, me he esforzado por no demostrar el pánico al mar que surgió desde aquella vez que estuve a punto de ahogarme, lo confieso: ¡no logro superarlo! La rodilla derecha duele cada vez que la forzo a algún ejercicio, en mi afán por aprender a nadar, esta condenada rodilla protesta con un dolor intenso, como si alguna aguja estuviera clavada en ella; la mujer no se fía de la resbaladiza roca, debo sostenerle ambas manos en cada intento de pataleo en el agua, siempre termina casi ahorcándome en su desesperación al sentir que se hunde, su horror al mar es superior al mío; no hay avance en nuestras clases de natación.
La barca continúa atada a la parte más alta de la roca, aunque la perforación es grande, no perdemos la esperanza de que algún día llegue a ser nuestro salvavidas; también mantenemos atadas las prendas que dejaron nuestros finados compañeros, las secamos cuando hay sol y nos cubrimos con ellas para aislarnos no sólo de la fría brisa marina, también de la incómoda roca; en más de una ocasión preparé un ligero lecho con está ropa e invité a la dama a amarnos, pero ella se ha negado, yo no le he insistido mucho, me reservo para la Sirena. También me ha asaltado la duda de que si acaso la mujer está a la espera de la Sirena, ambos presenciamos como sedujo a la otra mujer, en cada prenda que se deslizaba y dejaba al descubierto su piel morena, más que sacrificio parecía un encuentro deseado de amantes, ella gemía de éxtasis, se entregó con gran placer a los besos y la insaciable sed de la fulgurante Sirena, ajustaba su piel al cuerpo de ella, la mujer se deshacía en ese cuerpo escamoso, se enroscaban las dos en un mismo compás, unían sus bustos y sus pezones se los besaban delicadamente, con la más fina succión; esa vez, con aquella mujer, la Sirena fue más fantasiosa, exploró todo el cuerpo femenino con sus labios filosos, hundía su rostro en cada cuenca de ese cuerpo, haciendo enloquecer de placer a la mujer, no cesó de gritar, de gemir ante tantos mimos íntimos; al ser conducida al mar, iba prendida de esos labios cortantes, sonreía abrazada por las garras de la sirena y también por su largo cabello.
Los dorados, los rojizos, los azules, los oscuros del mar, se bosquejan en mi mirada, día a día, mi fiel espera no se aparta un momento de ella; no quiero ser rescatado, aunque jamás hemos vislumbrado un barco, en bruma, en tormenta, en sosiego. Clamo tortuosamente, la invoco: "¡Hermosa Sirena, ven!", "¡Bebe de mí!
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