El cielo plomizo se precipitaba con furia, purificando todo menos a esa alma errante; él no percibía el frío, descalzo entre el lodo y piedras y por más que el riachuelo se esforzaba, no lograba arrebatarle de su obsesión: ella, era la luz al final del túnel, su doctrina, su juez, su verdugo, la última estrella de su sombrío universo; empapado de ella, esa ánima se perdía y nacía; con ella se elevaba al cielo y al infierno.
Alucinado, él charlaba con el viento, con billetes en una mano, mientras cargaba con la otra mano a su amada, la más bella, le poseía con sus labios, con toda la fuerza de su pasión, extasiado, su lengua jugaba con esa boca fría, lejana. Escurría la lluvía en su chamarra harapienta, mugrosa, oxidada; sus rizos, cual la noche, apagados, se perdían en la negrura de su cuello y de la rancia prenda; sus pantalones, a la cadera, camiseta negra, ceñida, combinaban a la perfección con su atuendo: una ruina, él lo sabía, como si le importara.
Su parloteo trastornado, ¿a quién?, ¿a ella?, ¿a los billetes?, ¿a su mano?, ¿a su memoria?; él, veía al cielo, mojaba su rostro y aullaba, gimiendo, ¿lágrimas?, ¿lluvia en sus ojos?; su frente hirviente la apoyaba en su mano, la que sostenía los billetes; le consumían sus ojos, quizás, esas lágrimas brotaban de su pecho afligido, de lo que calcina la tierna mirada y la garganta; ella era aprisionada entre la delgadez de ese cuerpo de macho y su mano derecha, ruda, morena, temblorosa, pero firme cada vez que la dominaba.
Ella era acunada en esa axila, cubierta por la desgracia de ese ser que ya no existía, que ya no era, sólo flotaba con ella en mano, lo conseguía; la manoseaba, era tan fría y, aún así, lo encendía. Se encadenaba a esa boca pequeña, la más pura, por la que se perdería mil veces, lo que le quedara de cordura; por ella, él, negaba todo, sus amores, su pasado, su futuro, su dinastía, su juicio, su espíritu, ya no se pertenecía.
Ella, vacía, en su frialdad, sería requerida, él, jamás le soltaría. Los billetes que tenía lograrían pagar por ella, la codiciaba a través del cristal; la realidad de todos, para él, fue negada. Con sus más tiernas caricias, sin soltar los billetes, recorría ese cuerpo esbelto, rígido, no palpitaba; él, temblando, excitado, le acariciaba con su rostro, con sus rizos negros, con la punta de su lengua, con sus dientes, con su cuello, con sus sienes, con sus versos candentes, con su pecho y ...
Él la acomodaba entre sus muslos y, en un descuido, ella cayó de su mano torpe, haciéndose pedazos; sus ojos oscuros brillaron de llanto, se golpeó la cabeza con los dos puños pardos, sin soltar los billetes que atesoraba en la mano izquierda; ahora, él, gemía, bramaba y se insultaba. La lluvia, esta vez, purificaba sus pies sangrantes, habían pisado los trozos de vidrio de su diosa fragmentada, de su alma gemela: su botella de vino.
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