Metió las conchas, el gendarme y los bollos al horno caliente; ese gendarme era el último, se le había escondido entre harinas y masas, todos los demás estaban hasta el fondo del horno, este gendarme ya no estaría enlistado con los demás gendarmes, qué tragedia para el panadero.
Aún calientes los panqués, los sumergía en el jarabe envinado para los borrachitos, los envolvía en papel encerado, eran sus favoritos, daba un sorbo de licor de la botella y una mordida a un borrachito.
Don Chava le reclama, "¡Estas teleras no están doradas, héchele más leña al fogón!". Pili y Dianira, las jovencitas más guapas, sus clientas favoritas, a las que nunca les cobra las teleras, los bizcochos y lo que quieran, también se quejan: "¡Qué el pan estaba aguado, chicloso, que no está crujiente, ni sabroso!"; "¡Si me va a dar algo, que esté bueno o mejor no me de nada!", dicen las niñas, airadas; se alejan contoneándose; el panadero se queda con su coraje, "¡Pinches chamacas, limosneras y con garrote, pero eso sí, están bien buenas!".
Saca el pan del horno, pálido, le falta dorarse más; entonado, el panadero, después de tres cuartos de botella, silva alegre, travieso, viendo como esas jovencitas desaparecen y pone los panes a la venta.
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