Costras en los labios agrietados, su sed era un infierno, el profeta se detuvo a la entrada de esa ciudad perdida en el inmenso desierto, alcanzó a ver el oasis en medio del magnífico castillo, intentó sonreír pero, los labios parecían paralizados, no lograba ni emitir un gemido.
El profeta tocó a la puerta del castillo, respiraba el perfume del agua dulce, ya la saboreaba. Egotzin, el rey, se asomó desde su alta muralla, déspota, soberbio, ni siquiera le dirigió la palabra, ¿cómo osaba presentarse en esa miseria, ahí, en su fastuoso castillo?; con verle las garras de su túnica, la imagen maltrecha y casi moribunda, dio la vuelta, se introdujo a su castillo y con este acto, perdió la posibilidad de crear una gran civilización; el profeta Futuro, portaba todas las respuestas para ello, lo juraba, sus visiones eran divinas.
En vano, tocó una y muchas veces más a la gigantesca puerta del castillo; alguien, desde la gran muralla, le arrojó un balde de agua, bañando al profeta, sus jirones de tela casi se secaron de inmediato, el sol hacia arder la arena dorada y el aire hervía. El profeta Futuro, lloró, no por su sed que lo martirizaba; lloraba al ver la destrucción del pueblo de Egotzin en su visión, destrucción que el mismo rey ocasionaría por el simple hecho de no escuchar la palabra de advertencia y cambiar el destino de su reino; el reino enemigo avanzaba hacia ahí, cual sombras en la noche, manchaba ese cruel ejército el fulgor de la arena, la victoria era suya, el destino había girado a su favor. El ser más humilde, esconde los tesoros jamás imaginados!
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