Recorro mis raíces, con paso sereno, imágenes agolpadas en mi memoria: la casa de la bruja, cada balón que caía en su patio era sacrificado a cuchilladas; en bola, todos los chiquillos nos armábamos de valor y tocábamos a su puerta, le pedíamos, con los mejores modales, nos devolviera el balón, acto seguido, sacaba a su perro furioso con correa o sin ella, con su jerga obscena, intimidante para nosotros, nos echaba de su casa.
La casa del chico guapo, vaqueros ceñidos, ojos claros, cabello ondulado, largo, rubio, reparando su auto deportivo, eternamente; todas las niñas lo observábamos, él lo sabía, sacudía su melena y nos lanzaba una mirada altanera. Ahora, su piel y sus rizos de color gris cenizo, tardé en reconocerlo.
El terreno más grande, los hermanos se disputaron cruentamente esa herencia, al terminar, todo sombrío, uno de ellos, obscuridad eterna y el otro, la obscuridad del remordimiento. Ahora, la casa quedó dividida en varias partes, la disfrutan los familiares más cercanos.
Nada quedó de las dos cantinas, acudían a ellas hombres y mujeres; ahí se perdían las honras, las vidas y el futuro de sus familias. La sed era inagotable, de ambos, una parte, de dinero, la otra, de vicio y juego. Ahora, se edificaron casas, sólo el recuerdo de esa vergüenza y mala sangre, dicen las abuelas.
De las tres tiendas, sólo dos en pie. Después de un partido de fútbol, los niños perdedores invitaban un refresco, el cual era consumido sorbo a sorbo, por los ganadores, entre risas y burlas dirigidas a los contrarios, los cuales veían con avidez la botella de vidrio que recorría todas nuestras manos.
La casa más sombría, su dueña salía y entraba de manera sigilosa, siempre; mantenía sus cortinas cerradas y cuando tocábamos a su puerta, la abría un poco, hablaba a media voz, potente, seca y cerraba silenciosamente. Algunos creían que era un ángel, a otros les daba pavor, los chistosos se burlaban y hacían todas las travesuras imaginables frente a su puerta, deseaban ver su cara seria, pero, principalmente, escuchar su voz de ultratumba.
La casa llena de hojas verdes, sin flores, tenía una vieja cortina, siempre se asomaba una niña, nos veía con desprecio, aunque la invitábamos a jugar. Sus padres eran campesinos, la niña siempre evitaba ser vista con ellos. Triunfante, del brazo de chicos malos, pasaba entre nosotros, se contoneaba. Tiempo después, aún siendo niña, ya era madre también.
En una esquina, recuerdo a dos señores siempre peleando a puñetazos, recorrían toda la calle, en ocasiones hasta rodando, pero, no se soltaban, eran familia, todos los niños coreábamos divertidos, hacíamos apuestas; el alcohol los envalentonaba, afuera de su casa, el último brindis era un trancazo, sus esposas siempre tratando de separarlos, sus hijos lloraban. Advertí a uno de ellos, ya anciano, en silla de ruedas, su nieto lo saca a la calle a tomar el sol, dormita, ya no pelea.
La casa más hermosa, con jardín y pinos, tenía tres camionetas en su cochera, las rejas negras, era la única familia con televisor a color. Ahí vivía mi compañera de primaria, en mis visitas a su casa, siempre jugábamos adentro de las camionetas. Su madre me reconoció, toma mi mano, la oprime contra su pecho, conversamos largamente, la beso con ternura y ella me llena de bendiciones. A punto de irme, llega su esposo, camina con dificultad, encorvado, pasa de largo, sus ojos opacos ya no ven más.
La casa pequeña del niño tierno, siempre protegía a las mujeres, su voz dulce y amable atraía a las niñas, todas eran sus amigas; jamás entendimos el motivo de las golpizas que su madre le propinaba. El vicio lo consume, un gorro negro cubre su calva, barba blanca y chamarra; vaga en la calle, pasa muy cerca, me saluda, da vuelta en la esquina y se pierde.
Casi al final, vivía la pequeña que viajaba, tenían los medios, nació sin padre, era tan libre, robaba el tequila de su hermano, después, masticaba cebollas para disfrazar su aliento. Su mirada vidriosa la delata tanto hoy, como en el pasado.
La casa de la ventana pequeña con barrotes ya no existe, ahora es un portón gigante. Vivían tres niñas, su madre las rapaba constantemente, ellas se cubrían la cabeza con retazos de telas. Del trato hacia sus hijas, hablaban los gritos y alaridos de esas niñas bellas, que se escuchaban en todo el barrio. Las encerraba, sin alimentos. Sin poder salir, todos conversábamos con ellas, nos tocábamos las manos, nos hacíamos cosquillas; a veces, lloraban y nos contagiaban; ellas, adentro, nosotros, afuera, nos limpiábamos las lágrimas con el dorso de la mano. Se mudaron del barrio, casi las olvidamos.
El terreno de los árboles frutales, fue vendido en varias partes, gente extraña derribó los duraznos, los chabacanos, las higueras y los pinos gigantes; de los gallineros, ni una pluma queda. Hallé el recuerdo de una fogata, rodeada de niños traviesos y bulliciosos, en ese terreno, en una noche de luna llena.
El pavimento cubrió el mar de tierra y piedras, ahí todos fuimos víctimas, cuando al caer entre ellas, las piernas y brazos escurrían sangre por sus mordidas.
Concluyo mi recorrido, me llevo los sonidos de las canicas de vidrio; del golpeteo del bote, seguido del grito "salvación por mí y todos mis amigos"; de los balonazos en las puertas y ventanas de los vecinos molestos por ello; del aullido más largo, sin respirar; de las risas cristalinas, esas risas que endulzan los tragos amargos de la vida.
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