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sábado, 2 de junio de 2018

El profesor Leonel Monroy

Una gran herida en la frente, la cara manchada de sangre seca, recostado  en la banca del parque, se siente aún mareado, es más de medio día y no ha tomado su baño de sol con la espalda descubierta; la gente le mira con repudio, los que le conocen, con tristeza; no ha probado alimento, después de golpearlo, los dos viciosos se llevaron sus pertenencias, su cobertor limpio y su bolsa llena de pan duro, incluyendo los tenis blancos escolares.

El profesor Leonel Monroy, director de la escuela primaria del pueblo, peinaba su cabello ondulado con vaselina, hacia atrás, dejando su frente despejada, luciendo sus ojos azules; siempre impecable con su traje gris Oxford, camisa blanca y corbata negra, portaba unos gemelos de oro en los inmaculados puños, su portafolios de piel negro y con su firme andar, causaba miradas de admiración, con su conducta, de respeto.

Su pequeña Julia, falleció, contaba con 22 años, negligencia médica; han transcurrido casi treinta años de esa desgracia y aunque el profesor Leonel Monroy  se abandonó, intentando seguir a su pequeña hija, nunca lo logró, fue internado en varias instituciones y asilos; siempre vuelve al parque, duerme al amparo de los arcos de la casa Municipal. El parque era el lugar preferido de su hija, siempre correteaba alrededor del kiosco, brincaba en las bancas blancas y se salpicaba con la bella fuente rodeada de flores multicolores, el profesor jamás podrá abandonar el parque que significa tanto para él y Julia; ahí le enseñó a patinar, a andar en bicicleta, a probar los helados que le lastimaban los dientes y le enfriaban el cerebro, según Julia.

Cada vez que sonríe con la mirada perdida, imagina a su pequeña correteando y riendo, cortando flores pequeñas para el ojal del traje gris del profesor. Ya sentado, sus rizos despeinados y llenos de sangre indican otra herida en su cabeza, deja manchas de sangre en la banca blanca... Sonríe, Julia sigue correteando, le salpica con sus dos manitas, grita a lo lejos, sin dejar de correr, que le compre un globo y que se lo ate en su mano; está anclado en esa parte de su vida y nadie ha logrado sacarlo de ahí; acude a la iglesia todas las mañanas y llora durante la ceremonia religiosa, excepto, cuando está indispuesto, como hoy; intenta caminar y no logra hacerlo, se sostiene de la banca blanca y vuelve a recostarse en ella, da la espalda a la gente, quienes consideran que ese viejo está tan ebrio que no logra caminar; amenaza con llover, la capa impermeable que utilizaba para protegerse de la lluvia fue parte del botín. Lluvia ligera, todos corren en diferentes direcciones, el anciano de los ojos azules permanece recostado sobre la banca blanca y con la espalda al mundo, humedece su razonamiento y su chamarra roja a cuadros de poliéster, la chamarra fue quemada con cigarros, tiene varias quemaduras en los brazos, en el pecho y en la espalda, las colillas de cigarro aún están junto a la banca.

Nadie sabe de su familia, su casa blanca con portón de madera continúa con la misma fachada, agregaron una franja azul colonial en los marcos de los ventanales y el portón; las cortinas de encaje blanco fueron sustituidas por unas cortinas de algodón blanco con aplicaciones de bolillo español; en pocas ocasiones el profesor Leonel Monroy  ha intentado entrar a la que fuera su casa, los dueños actuales le explican que ya no le pertenece, que Julia no existe y que haga el favor de irse o llamaran a las autoridades para que lo retiren de ahí; el anciano gira sobre sus talones y se vuelve al parque, habla en voz alta y se cuestiona: ¿cómo es que su casa ya no es su casa, ¿quién cambió sus cortinas de encaje blanco que tanto le gustaban a su pequeña Julia?, porque a través de esas cortinas nuevas que colocaron no podrá espiarlo Julia cada vez que llegue él a casa para que ella, entre risitas, corra a esconderse bajo el piano o entre las sillas del comedor, ¡qué disparate!, ¡qué cambien esas cortinas!, se aleja alegando...

Sentado en la banca, mordisquea una manzana, alguien se la obsequio, una anciana bien vestida le entrega un cobertor nuevo con cuadros blancos, tome profesor, usted no se preocupe si se lo vuelven a quitar le vuelvo a traer otro, dice la anciana, su nieta adolescente de cabello lacio y largo, le sostiene el bastón a su abuela y la bolsa con comida casera para el profesor, la chica le mira con indiferencia, desvía la mirada impaciente hacia su abuela sentada junto a ese viejo sucio y descalzo; ¿eres Julia?, le pregunta el profesor a la chica, señalándola con su mano sucia, quien retrocede unos pasos para no ser tocada por esas uñas con sangre seca. 

Bajo el resguardo de los arcos de la casa municipal, envuelto en su nuevo cobertor, el anciano se rasca la gran costra de su frente y su cabeza, bebe un licuado de fresa, un auto se detiene frente a él, desde la ventanilla le arrojan dos bolsas de plástico y seguidos de un ¡no deje que se los quiten!; inmediatamente se coloca las botas usadas color miel que le acaban de obsequiar, cubre sus pies calzados con el cobertor, voltea hacia ambos lados con temor de que le quiten sus pertenencias y lo vuelvan a golpear, come una de las tortas que vienen en la otra bolsa de plástico, bebe su licuado de fresa. 


Lava sus pies en el agua fría de la fuente, en el parque, lava también su torso descubierto y lo seca con una camiseta blanca, se queda quieto recibiendo el sol en su espalda, la camiseta sobre el borde de la fuente también es secada por los rayos generosos del astro rey, él nace para todos, sin distinción. Está descalzo, la herida de la frente volvió abrirse, ahora luce tres heridas más en su rostro, dormita, ya no tiene el cobertor nuevo que le había obsequiado la anciana, tampoco  la chamarra con las perforaciones, ni las botas color miel; el profesor Leonel Monroy abre los ojos, con las manos vacías extendidas hacia el sol y la mirada perdida, sonríe con ternura, sin un bocado para llevarse a la boca, aún sin nada que atesorar, sonríe feliz, atesora lo que jamás podrán hurtarle: el recuerdo de su pequeña Julia.
 

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