Después de la golpiza que nos propinó mi padre, corrí hacia el cementerio, el cual quedaba a doce cuadras de mi casa, era domingo, día de visita a los muertos y además, habría dos sepelios, lo cual representaba trabajo para mí y dinero; de tumba en tumba, limpiando y acarreando agua, terminé tan cansado esa tarde, con las manos llenas de ampollas, tierra y monedas, las cuales entregué a padre, feliz por haber cumplido mi cuota de ese día; mi madre me esperaba con un plato de sopa y frijoles, mis hermanos mayores ya jugueteaban en el patio, sólo alcancé a probar unas cucharadas y me quedé dormido en la silla, un manotazo de padre me despertó y madre me cargó hasta la cama que compartía con mis hermanos.
Madre nos amenazaba con un, le voy a decir a tu padre, ya verás, sin lograr controlarnos, once hombres y una mujer, además, habían muerto cuatro hermanos mas, con una docena de chiquilllos, era difícil para mi pobre madre, sólo los golpes y amenazas vociferantes de padre lograban mantener la paz en casa. Yo era el octavo hijo, mi hermana era la más pequeña y desde los cuatro años de edad era obligación de todos el tener que llevar dinero a casa o no comíamos, varias veces, nos quedamos sin comer, madre obedecía ciegamente a padre, las constantes golpizas que le daba padre no dejaban ver su rostro natural, siempre llena de moretones, derrames en los ojos y los labios hinchados; sin embargo, madre era la mujer más hermosa del mundo para mi.
Todos nos esforzábamos tanto en el trabajo como en la escuela, una mala nota escolar concluía en una buena tunda de cinturonazos. Yo soñaba con ser presidente de México y crear una ley para proteger a los niños de los cinturonazos de los padres, dolían tanto que, a veces no me podía sentar en los pupitres de la escuela.
La fecha donde todos coincidíamos en la mesa era navidad, imaginaba que nosotros éramos como los doce apóstoles en la última cena y un judas, mi padre. A punta de golpes, padre levantaba de la cama a todos, nos bañábamos con agua fría, ni mi hermanita se salvaba, algunas veces, tratamos de protegerla y sólo recibimos un castigo mayor, en el patio había un árbol frondoso y ahí era el lugar de castigo preferido de mi padre, nos ataba al árbol por horas, sin derecho a alimento y agua; un tormento que probé varias veces, por lo que me discipliné voluntariamente e hice todo lo posible para superarme y nunca tener que volver a pasar hambre y sed.
Una casa con un pequeño jardín, sin árbol alguno, un título, un empleo medianamente acorde a mis aspiraciones, matrimonio e hijos, una vida vacía y truncada; nada me satisfacía, fui infiel varías veces, hasta que creí hallar a la mujer ideal, bote a mi familia por ella y volví a casa, después de un mes, nunca supe en qué fallé con el amor de mi vida, Rapidita, la secretaría más hermosa que había conocido y así como su nombre, fue nuestra relación. Mi esposa, Reina, me acepto con los brazos abiertos, mis pequeños hijos no entendían el llanto cotidiano de su madre, ni mi indiferencia, cumplía económicamente con mi familia, jamás levante la mano a Reina ni a mis hijos, sin embargo, en mi casa siempre sospeche que, tambien vivía un Judas.
Repetidamente, debía hacer viajes de trabajo y siempre había una nueva Rapidita en mi lecho de hotel, cada vez que tenía sexo con mi esposa o alguien más, por mucho tiempo, el cuerpo y rostro eran de Rapidita, por lo que me discipliné en nunca hablar durante el sexo, sólo su nombre jugueteaba en mis labios: Ra-pi-di-ta.
Mis canas me obligan a evocar tantas vivencias, miro sin sentimiento nuestras fotos familiares y los títulos de mis hijos que cuelgan de la pared; mi padre cambió con los años y ahora es un hombre bonachón, con múltiples conquistas, las cuales iniciaron desde que éramos tan pequeños, trato de entenderlo, mi madre ha muerto y a ella le limpio su lápida, aprovecho para limpiar y deshierbar las tumbas cercanas a mi madre, cansado, como en los viejos tiempos, de tumba en tumba, no espero unos centavos en pago, solo queda el anhelo de su mano tibia en mi mejilla. Entre las tumbas del cementerio, un niño fue abusado, un niño que temía más a contárselo a su padre que al acto mismo, había tanto para decir y sólo era tragado y sellado en mi boca. De los doce apóstoles, sólo quedamos seis y Judas, por ello será difícil volver a una última cena; haré lo mismo que con mi madre, decirle a mi padre que, pese a todo, gracias y que lo amo. Me quedaré, tristemente, sin saber qué he estado buscando en esta vida.
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