No quise despedirme de el muerto, ya apestaba, lo dejé con el celular en la mano, finiquitaba sobre qué hacer con sus cenizas, hablaba con algún familiar, pausado y tajante, como cualquier otro trato comercial importante, dio indicaciones de sus cuentas bancarias y del lugar secreto donde se encontraban los documentos legales; ni siquiera busqué sus ojos gélidos y opacos para despedirme, tomé mi bolsa, mi gabardina y salté de su auto, caminé aprisa hacia mi casa, detesté pensar que el muerto pudiera alcanzarme y, simplemente, no lo hizo, cosa que agradecí; los perros de todo el vecindario ladraron y aullaron de manera impertinente, quizás el muerto los alteró, la muerte asusta, dicen.
Lloré inconsolablemente por mi novio cuando por fin entendí que él tenía su muerte hecha, lloré por la orfandad en que me hallaba fuera de sus brazos y de su beso, cuánto extraño a ese hombre mustio de muerte que sonreía al verme, cuánto extraño la tibieza de su pecho y de la locura que compartimos cada vez que lo sacaba del ataúd, bueno, hasta llegué a meterme con él a ese espacio tan breve, nos acurrucábamos tan bien, apretados y casi sin poder respirar, el ataúd fue un lecho nupcial que incendiamos y aunque me quemé en algunos asaltos pasionales, cómo añoraba ese fuego que levantaba a mi novio muerto y daba un leve destello a sus ojos velados; volvía a la vida unos momentos, aferrado a mi cuerpo y al dejarlo en su ataúd, en su soberbia soledad, una sonrisita traviesa cruzaba sus labios helados y amoratados, me retiraba de su lecho fúnebre salpicando mis ansias por verle errar nuevamente hacia mi casa, como un zombie, hambriento de mí.
Soy tan ilusa, después de varios años, el muerto, se ha deteriorado más y más; llegué a meter un beso en su corazón quieto, ni siquiera me humedecí de su sangre, ya estaba seca y oscura, como una costra ligera; todos se sorprenderían si te conocieran y me envidiarían, me dijo el muerto; eres la única que ha cruzado la frontera del hades, en pos del amor y soltó una risa siniestra, sabes, me dijo irónico, amas algo que no puede amarte, ni siquiera existes para mí, una risotada que me herizó la piel surgió de la nada y logró hacerlo callar; además, el muerto también se erizó con todo y sus canas, me reí al ver su cara de cera y sus ojos a punto de saltar de sus cuencas, no quise preguntarle si aún le temía a la parca después de cuatro años de haber muerto, yo, reía a carcajadas y el muerto saltó a mi espalda torturándome los hombros con sus manos congeladas, aquí, me besó el cabello o se lo comió, porque sentí un tirón doloroso en mi nuca, no pude desprenderme de su abrazo de susto y terminé disfrutando su acercamiento, vaya locura la mía, enamorada de un muerto, válgame, ni yo logro creerlo.
Ha sucumbido ante su prisa de morir, en el muerto ya no existe el calor del amor, ya no siento su sentir por mi sentir, por el contrario, me congela su desvío y su desprecio ante la vida. Nunca necesitó amar, vivió roto por dentro, marginándose no sólo a él, sino a todo el que se acercara a él, ya nadie lograba hallarse ante su desprecio y rabia y terminaban huyendo; nadie existió ante él, porque él muerto ya no existe, se destruyó a sí mismo con tanto rencor y cólera. Ya casi no habla y tampoco mira; su indiferencia cortante ahuyenta a todo ser vivo, algunos se burlan del no-muerto o del no-vivo y hacen toda maldad para con él, pisotean y rompen lo que todavía le pertenece; al fin que el muerto ya no existe, ¿qué puede importar?, cuando contemplé esta crueldad hacia el muerto, algo aguijoneó mi corazón, ¿cuánto ven los otros en el muerto qué yo no logro interpretar? ¿Cómo justifican el desdén de sus actos hacia este muerto que amo? Duele notar sus vilezas hacia el muerto, aunque, en realidad, desconozco casi todo de él, no quisiera recelar de su actitud hacia los demás, pero, medito sobre las atrocidades que le hacen a el muerto y sólo llego a una conclusión, ¿muerto, qué les hiciste, cómo los trataste, para que hasta los niños se mofen de ti mientras apedrean y escupen a tu ataúd? Quizás, no necesito saber más de él, caminamos en pararelo, cada día, yo, amanezco más viva qué nunca y con la felicidad irradiando mis labios; el muerto ya no despierta al alba, silba un adiós raído a la vida en todo momento, codiciando con que el artilugio de la muerte sea rápido y certero, qué no demore más; ya que se ha agotado de seguir viviendo muerto y de hacer todos los arreglos para su prolongada muerte; asqueado de lo ruin de sí, ya no halla seducción en su auto destrucción. Qué acabe de un golpe su aliento, qué ya no se soporta ni un instante más él mismo, qué duele la soledad de su arrogancia y de ese estéril corazón que no supo amar a nadie, ni a él mismo. Qué la vida no deseada, es un cruel castigo, peor que la muerte misma. Qué el último suspiro, es el que más duele. Qué no vuelva a abrir más los ojos, haber si así se puede encontrar.
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